Hace unos días leía que una de las causas por las que los abogados perdían clientes era el «mal planteamiento de los asuntos«. A la frase le acompañaba un frío porcentaje obtenido de una encuesta. Lo primero que pensé fue que si los clientes no son abogados, ¿cómo saben que el asunto está mal planteado?
En realidad, cuando un abogado me plantea este tipo de cuestiones, lo que suele esconderse detrás de esa aparente razón es una diferencia entre lo que el cliente espera y lo que obtiene. Esa diferencia puede ser percibida por el cliente pero no por el abogado. Es decir, el abogado cree estar entregando lo que prometió y el cliente siente que no está recibiendo lo que le habían prometido.
En la mayoría de los casos este problema se genera al inicio de la relación con el cliente, en el momento en el que se plantea el asunto al abogado. Bien sea por un exceso de empatía con el cliente («no se preocupe, ya nos encargamos nosotros…» o bien «haremos todo lo posible…«) o el afán por hacernos cargo del asunto, tanto el cliente como el abogado utilizan términos ambiguos que pueden acabar siendo motivo de conflicto.
¿Cómo evitar esta situación?
Pues teniendo clara la función del abogado. Ante un problema concreto, el abogado debe generar opciones a su cliente. Si el problema es complejo y conseguimos generar varias opciones, el valor añadido de nuestro trabajo aumentará y el cliente percibirá un trabajo de mayor calidad. Una vez generadas las opciones, el cliente debe comprender el contenido y alcance de cada una de las alternativas, para, finalmente, tomar una decisión. Esta opción elegida por el cliente habrá sido fruto de una negociación en la que se habrán detallado los pormenores del asunto y lo que se puede obtener o no. Si tanto abogado como cliente tienen claros estos límites, es muy difícil que se genere un malentendido motivado por el resultado del asunto encargado al despacho. De no ser así, lo difícil se convertirá en fácil (y tendremos un problema).
Como puede adivinarse, el margen de actuación del abogado se encuentra entre no acatar, sin más, las órdenes del cliente (en ocasiones serán de contenido casi imposible y más cerca de un resultado que de unos servicios), ni imponer al cliente la solución (todo un clásico de la abogacía). Entre estos extremos hay una amplia horquilla de actuaciones en las que el abogado debe moverse. Lo importante es que queden claros (y por escrito) los límites de lo que puede y no puede ser antes de comenzar los trabajos. De este modo, la expectativa del cliente estará completamente controlada y lo que se exigirá al abogado estará dentro de unos límites razonables pactados previamente.
En caso contrario tanto cliente como abogado irán modificando de manera completamente subjetiva sus percepciones, y a medio plazo ambos tendrán un problema de muy difícil resolución. Una buena planificación estratégica de las operaciones del despacho (momento en que se desarrolla este tema, forma, responsable) evita este tipo de problemas.